En las fuerzas de seguridad argentinas persiste una práctica preocupante que socava no solo los derechos individuales del personal, sino también la legitimidad de las instituciones: sancionar a quien se defiende. No se trata de casos aislados, sino de un mecanismo informal que opera como advertencia silenciosa. Cuando un agente interpone un recurso o presenta un descargo frente a una sanción, sus palabras —en lugar de ser analizadas como un legítimo ejercicio del derecho de defensa— son reinterpretadas como una nueva falta disciplinaria. Así, la respuesta del subordinado se convierte, paradójicamente, en el motivo de una nueva sanción.
Esta forma de proceder tiene un efecto disciplinador más poderoso que cualquier castigo reglamentario: amedrenta a todo el personal para que no reclame ni cuestione decisiones injustas. El mensaje es claro: quien se defiende, se arriesga. El temor a represalias convierte el derecho de defensa en una formalidad vacía y consolida un modelo vertical que confunde la obediencia con la sumisión.
Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, esta práctica es nula de nulidad absoluta. La Ley Nacional de Procedimientos Administrativos N° 19.549 establece en su artículo 7° los requisitos esenciales de validez de todo acto administrativo: competencia, causa, objeto, procedimiento, motivación y finalidad. Sancionar a un agente por lo que expresa en su defensa viola, como mínimo, los tres últimos requisitos. La causa del nuevo acto carece de sustento, el procedimiento se desnaturaliza al volverse punitivo, y la finalidad —que debería ser garantizar el debido proceso— se distorsiona en una represalia.
Además, esta conducta infringe principios constitucionales básicos. El derecho de defensa en juicio (artículo 18 de la Constitución Nacional) protege a toda persona frente a sanciones arbitrarias, incluso dentro del ámbito administrativo. También se vulnera el principio de tipicidad, ya que ninguna norma autoriza a considerar un descargo o una crítica como falta disciplinaria. Y, finalmente, se configura un claro abuso de autoridad según el artículo 248 del Código Penal, pues el funcionario actúa excediendo los límites de su competencia para causar un perjuicio personal.
"Los mecanismos formales para peticionar —tales como los recursos administrativos o presentaciones judiciales— se han transformado en simples formalidades vacías: quienes los utilizan suelen ser posteriormente sancionados o desplazados. De ese modo, el ejercicio de derechos reconocidos constitucionalmente se convierte en una causa de castigo, mientras las autoridades invocan la “disciplina” o las “normativas internas” como justificación de actos claramente violatorios de las garantías individuales."
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Frente a esta realidad, el Ministerio de Seguridad de la Nación tiene la obligación legal y ética de intervenir. No solo porque dirige a las fuerzas y dicta las políticas de personal, sino porque es garante del respeto a los derechos fundamentales de quienes integran esas instituciones. Auditar los sumarios disciplinarios y revisar las sanciones impuestas sobre la base de descargos o recursos es una tarea urgente. Allí donde el procedimiento se convierte en castigo, se corrompe la esencia misma de la administración pública.
Estas prácticas suceden según diversas fuentes en la Gendarmería Nacional Argentina, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura Naval Argentina y el Servicio Penitenciario Federal.
El poder disciplinario no puede transformarse en un instrumento de miedo. Las fuerzas de seguridad, que existen para proteger los derechos de los ciudadanos, deben comenzar por respetar los derechos de su propio personal. Porque cuando la defensa se castiga, no solo se silencia una voz: se erosiona el Estado de Derecho dentro de las mismas instituciones llamadas a sostenerlo.
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