Una política sin criterios objetivos y con escasa transparencia destina automóviles de lujo secuestrados al narcotráfico al uso personal de magistrados federales, generando costos elevados para el Estado y cuestionamientos éticos sobre el uso de recursos públicos.
En un contexto de severo ajuste económico, recortes presupuestarios en áreas sensibles como salud, educación y asistencia social, el uso de vehículos de alta gama decomisados en causas penales por parte de jueces federales reabre el debate sobre los privilegios en el Poder Judicial y su impacto en la credibilidad de las instituciones. La asignación de estos automóviles —entre ellos camionetas Chevrolet Trailblazer, Ford Territory, Toyota Hilux o Jeep Compass— se realiza bajo el amparo de una acordada de la Corte Suprema que justifica su uso “por razones de mejor servicio de justicia”. Sin embargo, no existen mecanismos claros de control, criterios objetivos ni rendición pública que respalden estas decisiones.
Informes recientes de la Comisión de Administración del Consejo de la Magistratura revelaron que al menos 400 vehículos incautados han sido repartidos entre distintos tribunales, con una especial concentración en Comodoro Py. La mayoría de estos automóviles fueron decomisados a bandas de crimen organizado, pero en lugar de ser asignados a fuerzas de seguridad, organismos públicos de asistencia social o vendidos para financiar políticas públicas, terminaron en manos de magistrados. En varios casos, los vehículos acumulan deudas por infracciones millonarias, utilizadas incluso en feriados, madrugadas y fines de semana, en horarios alejados de la jornada judicial.
Uno de los casos más notables es el del camarista Diego Barroetaveña, quien recibió en mayo de 2024 una camioneta Jeep Compass decomisada al narcotraficante Esteban Tulli. En apenas ocho meses, el vehículo acumuló 111 multas por un total de casi 11 millones de pesos, algunas de ellas registradas durante la Navidad y otros días no laborables. Estos montos, lejos de ser solventados por los magistrados, son absorbidos por el presupuesto del Consejo de la Magistratura, es decir, por los contribuyentes.
A esto se suman gastos por combustible, mantenimiento y seguros contra todo riesgo sin franquicia, que implican una erogación anual de más de 600 millones de pesos, según datos oficiales. Pese a los cuestionamientos por la falta de transparencia en la contratación —al tratarse de una licitación con un único oferente— el proceso fue aprobado por la mayoría del Consejo.
El diputado nacional y consejero Rodolfo Tailhade cuestionó duramente la discrecionalidad en la asignación de estos recursos. “La Corte asigna autos a su arbitrio. No hay criterios, no hay explicaciones. ¿Para qué necesita un tribunal una camioneta de lujo valuada en más de 70 millones de pesos? Ya no se trasladan expedientes en papel”, ironizó. Su planteo también incluyó el pedido de un relevamiento integral sobre el uso real de estos vehículos y quiénes son sus destinatarios.
La situación adquiere mayor gravedad al observar que este uso arbitrario ocurre en un escenario donde otras agencias del Estado —incluidas fiscalías, defensorías públicas y fuerzas de seguridad— enfrentan limitaciones materiales para el cumplimiento de sus funciones básicas. La inequidad en la distribución de estos bienes plantea dudas sobre la equidad y la eficiencia en el aprovechamiento de los recursos públicos.
Más allá del perjuicio económico, la falta de criterios objetivos y mecanismos de control refuerza la percepción de impunidad y privilegios dentro del Poder Judicial. En tiempos donde el conjunto de la ciudadanía enfrenta un ajuste severo, el mantenimiento de beneficios corporativos sin justificación funcional concreta atenta contra la legitimidad del sistema judicial, debilitando la confianza pública en su imparcialidad y compromiso con el bien común.
La necesidad de revisar integralmente este sistema se vuelve imperiosa. La recuperación de bienes provenientes del delito debe tener una finalidad pública clara, transparente y eficiente, priorizando el fortalecimiento de los organismos más expuestos y vulnerables frente al crimen organizado. Lo contrario representa no solo un derroche de recursos, sino un golpe al principio de justicia que el propio sistema debe defender.
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